El flautista de Hamelín es una fábula o leyenda alemana, documentada por los hermanos Grimm. Cuenta la historia de una misteriosa desgracia acaecida en la ciudad de Hamelín, Alemania en 1284. Existe un famoso poema del inglés Robert Browning sobre este tema.
Había
una vez…
…Una
pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era
placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho
y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían
de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
Pero…
un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin
estaba lleno de ratas!
Había
tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían
a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las
cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros
los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una
miguita. ¡Ah!, y además… Metían los hocicos en todas las
comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban
preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente,
practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de
sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de
las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de
las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.
¡La
vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
…Pero
llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y
todos, en masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué
exaltados estaban todos!
No
hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
-¡Abajo
el alcalde! – gritaban unos.
-¡Ese
hombre es un pelele! – decían otros.
-¡Que
los del Ayuntamiento nos den una solución! – exigían los de más
allá.
Con
las mujeres la cosa era peor.
– Pero,
¿qué se creen? – vociferaban -. ¡Busquen el modo de librarnos de
la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de terminar con esta
situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos,
como hay Dios!
Al oír
tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y
temblando de miedo.
¿Qué
hacer?
Una
larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía
discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían
tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena
solución contra la plaga.
Por
fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo
que yo daría por una buena ratonera!
Apenas
se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los
reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal
sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios
nos ampare! – gritó el alcalde, lleno de pánico -. Parece que se
oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los
ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
-¡Pase
adelante el que llama! – vociferó el alcalde, con voz temblorosa y
dominando su terror.
Y
entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan
imaginar.
Llevaba
una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba
formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un
hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas
de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en
contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida
por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni
barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y
otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde
y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta
figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.
El
desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
– Perdonen,
señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión,
pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto
secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que
viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si
nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra.
Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo.
Principalmente,
uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los
pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me
conocen como el Flautista Mágico.
En
tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que
en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la
que pendía una flauta.
También
observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos,
al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por
alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras
vestiduras.
El
flautista continuó hablando así:
– Tengan
en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi
trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa,
de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática
le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos
enloquecidos por las picaduras.
Ahora
bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían
un millar de florines?
-¿Un
millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el
asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco
después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin.
Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran
poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De
pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo
tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como
cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó
tres vivísimas notas de la flauta.
Al
momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como
si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo.
Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció
hasta convertirse en algo estruendoso.
¿Y
saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir
ratas.
Salían
a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos;
igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres,
tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes
bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del
flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.
Y el
flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras
calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder
contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en
donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.
Sólo
una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la
corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a
llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una
vez allí contó lo que había sucedido.
– Igual
les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos
las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de
seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que
encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores
bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos,
a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y
que me incitaba dulcemente, diciéndome: “¡Anda, atrévete!”
Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a
punto de ahogarme como las demás.
¡Gracias
a mi fortaleza me he salvado!
Esto
asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus
agujeros.
Y,
desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había
que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando
comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había
molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta
el punto de hacer retemblar los campanarios.
El
alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando
órdenes a los vecinos:
-¡Vamos!
¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y
cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y
procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!
Así
estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de
pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el
flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en
la plaza-mercado de Hamelin.
El
flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
– Creo,
señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.
¡Mil
florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!
El
alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo
mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado
rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién
pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
-¿Mil
florines… ?- dijo el alcalde -. ¿Por qué?
– Por
haber ahogado las ratas – respondió el flautista.
-¿Que
tú has ahogado las ratas? – exclamó con fingido asombro la
primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales -.
Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del
río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se
ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no
vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para
celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para
rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes
figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido
muchas pérdidas… ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos…! Toma
cincuenta.
El
flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba
poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con
palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido
de las cosas.
-¡No
diga más tonterías, alcalde! – exclamó -. No me gusta discutir.
Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo?
¿Yo, un pacto contigo? – dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y
actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y
estafado al flautista.
Sus
compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era
cierta.
El
flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado!
No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi
flauta de modo muy diferente.
Tales
palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo
se entiende? – bramó -. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas?
¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te
olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?
El
hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos,
como siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así
que siguió vociferando:
-¡A
mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta
mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se
arrepentirán!
-¿Aun
sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando
el puño a su interlocutor -. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la
flauta hasta que revientes!
El
flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó
a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la
larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas.
Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni
el más hábil, había conseguido hacer sonar.
Eran
arrebatadoras, encandilaban al que las oía.
Se
despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un
alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban
hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
Numerosos
piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban
sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en
aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que
les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y
palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que
los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus
chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban
tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso
músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.
El
alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron
inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban
viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de
lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.
No se
les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar
con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del
flautista.
Sin
embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los
concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la
calle Alta camino del río.
¡Precisamente
por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por
fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez
de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos
hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió,
cada vez más presurosa, la menuda tropa.
Semejante
ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los
padres.
-¡Nunca
podrá cruzar esa intrincada cumbre! – se dijeron las personas
mayores -.
Además,
el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de
seguirlo.
Mas he
aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la
montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y
maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa
mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.
Por
allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así
que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta
desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual
que como estaba.
Sólo
quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los
otros en sus bailes y corridas.
A él
acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les
pasó el susto ante lo ocurrido.
Y lo
hallaron triste y cariacontecido.
Como
le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la
suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento?
¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora
se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista
con su música, si le seguía; pero no pude.
-¿Y
qué les prometía? – preguntó su padre, curioso.
– Dijo
que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad
donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los
árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más
bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan
con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los
perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen
aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la
miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de
águila.
– Entonces,
si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
– No
pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño -. Cesó la música y
me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que
los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra
mi deseo.
¡Pobre
ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El
alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al
flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de
que volviese trayendo los niños.
Cuando
se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los
niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron
las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no
cumplir con el pacto establecido!
Para
que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a
los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el
alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin
una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre.
Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle
se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del
sitio.
Luego
fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el
gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y
recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.