Aladino
es una de las historias de Las mil y una noches y una de las más
famosas en la cultura oriental. No pertenece a la colección original
árabe, sino que fue añadida en el siglo XVIII por el francés
Antoine Galland, quien la había escuchado al cuentista cristiano
maronita sirio Anṭūn Yūsuf Ḥannā Diyāb.
Érase
una vez un muchacho llamado Aladino que vivía en el lejano Oriente
con su madre, en una casa sencilla y humilde. Tenían lo justo para
vivir, así que cada día, Aladino recorría el centro de la ciudad
en busca de algún alimento que llevarse a la boca.
En
una ocasión paseaba entre los puestos de fruta del mercado, cuando
se cruzó con un hombre muy extraño con pinta de extranjero. Aladino
se quedó sorprendido al escuchar que le llamaba por su nombre.
– ¿Tú
eres Aladino, el hijo del sastre, verdad?
– Sí,
y es cierto que mi padre era sastre, pero… ¿Quién es usted?
– ¡Soy
tu tío! No me reconoces porque hace muchos años que no vengo por
aquí. Veo que llevas ropas muy viejas y me apena verte tan flaco.
Imagino que en tu casa no sobra el dinero…
Aladino
bajó la cabeza un poco avergonzado. Parecía un mendigo y su cara
morena estaba tan huesuda que le hacía parecer mucho mayor.
– Yo
te ayudaré, pero a cambio necesito que me hagas un favor. Ven
conmigo y si haces lo que te indique, te daré una moneda de plata.
A
Aladino le sorprendió la oferta de ese desconocido, pero como no
tenía nada que perder, le acompañó hasta una zona apartada del
bosque. Una vez allí, se pararon frente a una cueva escondida en la
montaña. La entrada era muy estrecha.
– Aladino,
yo soy demasiado grande y no quepo por el agujero. Entra tú y tráeme
una lámpara de aceite muy antigua que verás al fondo del pasadizo.
No quiero que toques nada más, sólo la lámpara ¿Entendido?
Aladino
dijo sí con la cabeza y penetró en un largo corredor bajo tierra
que terminaba en una gran sala con paredes de piedra. Cuando accedió
a ella, se quedó asombrado. Efectivamente, vio la vieja lámpara
encendida, pero eso no era todo: la tenue luz le permitió distinguir
cientos de joyas, monedas y piedras preciosas, amontonadas en el
suelo ¡Jamás había visto tanta riqueza!
Se
dio prisa en coger la lámpara, pero no pudo evitar llenarse los
bolsillos todo lo que pudo de algunos de esos tesoros que encontró.
Lo que más le gustó, fue un ostentoso y brillante anillo que se
puso en el dedo índice.
– ¡Qué
anillo tan bonito! ¡Y encaja perfectamente en mi dedo!
Volvió
hacia la entrada y al asomar la cabeza por el orificio, el hombre le
dijo:
– Dame
la lámpara, Aladino.
– Te
la daré, pero antes déjame salir de aquí.
– ¡Te
he dicho que primero quiero que me des la lámpara!
– ¡No,
no pienso hacerlo!
El
extranjero se enfureció tanto que tapó la entrada con una gran losa
de piedra, dejando al chico encerrado en el húmedo y oscuro pasadizo
subterráneo.
¿Qué
podía hacer ahora? ¿Cómo salir de ahí con vida?…
Recorrió
el lugar con la miraba tratando de encontrar una solución. Estaba
absorto en sus pensamientos cuando, sin querer, acarició el anillo y
de él salió un genio ¡Aladino casi se muere del susto!
– ¿Qué
deseas, mi amo? Pídeme lo que quieras que te lo concederé.
El
chico, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo:
– Oh,
bueno… Yo sólo quiero regresar a mi casa.
En
cuanto pronunció estas palabras, como por arte de magia apareció
en su hogar. Su madre le recibió con un gran abrazo. Con unos
nervios que le temblaba todo el cuerpo, intentó contarle a la buena
mujer todo lo sucedido. Después, más tranquilo, cogió un paño de
algodón para limpiar la sucia y vieja lámpara de aceite. En cuanto
la frotó, otro genio salió de ella.
– Estoy
aquí para concederle un deseo, señor.
Aladino
y su madre se miraron estupefactos ¡Dos genios en un día era mucho
más de lo que uno podía esperar! El muchacho se lanzó a pedir lo
que más le apetecía en ese momento.
– ¡Estamos
deseando comer! ¿Qué tal alguna cosa rica para saciar toda el
hambre acumulada durante años?
Acto
seguido, la vieja mesa de madera del comedor se llenó de deliciosos
manjares que en su vida habían probado. Sin duda, disfrutaron de la
mejor comida que podían imaginar. Pero eso no acabó ahí porque, a
partir de entonces y gracias a la lámpara que ahora estaba en su
poder, Aladino y su madre vivieron cómodamente; todo lo que
necesitaban podían pedírselo al genio. Procuraban no abusar de él
y se limitaban a solicitar lo justo para vivir sin estrecheces, pero
no volvió a faltarles de nada.
Un
día, en uno de sus paseos matutinos, Aladino vio pasar, subida en
una litera, a una mujer bellísima de la que se enamoró
instantáneamente. Era la hija del sultán. Regresó a casa y como no
podía dejar de pensar en ella, le dijo a su madre que tenía que
hacer todo lo posible para que fuera su esposa.
¡Esta
vez sí tendría que abusar un poco de la generosidad del genio para
llevar a cabo su plan! Frotó la lámpara maravillosa y le pidió
tener una vivienda lujosa con hermosos jardines, y cómo no, ropas
adecuadas para presentarse ante el sultán, a quien quería pedir la
mano de su hija. Solicitó también un séquito de lacayos montados
sobre esbeltos corceles, que tiraran de carruajes repletos de
riquezas para ofrecer al poderoso emperador. Con todo esto se
presentó ante él y tan impresionado quedó, que aceptó que su
bella y bondadosa hija fuera su esposa.
Aladino
y la princesa Halima, que así se llamaba, se casaron unas semanas
después y desde el principio, fueron muy felices. Tenían amor y
vivían el uno para el otro.
Pero
una tarde, Halima vio por la casa la vieja lámpara de aceite y como
no sabía nada, se la vendió a un trapero que iba por las calles
comprando cachivaches. Por desgracia, resultó ser el hombre malvado
que había encerrado a Aladino en la cueva. Deseando vengarse, el
viejo recurrió al genio de la lámpara y le ordenó, como nuevo
dueño, que todo lo que tenía Aladino, incluida su mujer, fuera
trasladado a un lugar muy lejano.
Y
así fue… Cuando el pobre Aladino regresó a su hogar, no estaba su
casa, ni sus criados, ni su esposa… Ya no tenía nada de nada.
Comenzó
a llorar con desesperación y recordó que el anillo que llevaba en
su dedo índice también podía ayudarle. Lo acarició y pidió al
genio que le devolviera todo lo que era suyo pero, desgraciadamente,
el genio del anillo no era tan poderoso como el de la lámpara.
– Mi
amo, es imposible para mí concederte esa petición, pero sí puedo
llevarte hasta donde está tu mujer.
Aladino
aceptó y automáticamente se encontró en un lejano lugar junto a su
bella Halima, que por fortuna, estaba sana y salva. Sabían que sólo
había una opción: recuperar la lámpara maravillosa como fuera para
poder regresar a la ciudad con todas sus posesiones.
Juntos,
idearon un nuevo plan. Pidieron al genio del anillo una dosis de
veneno y Aladino fue a esconderse. A la hora de la cena, Halima
entró sigilosamente en la cocina del malvado extranjero y lo echó
en el vino sin que éste se diera cuenta. En cuanto se sirvió una
copa y mojó sus labios, cayó dormido en un sueño que, tal como les
había prometido el genio, duraría cientos de años.
Aladino
y Halima se abrazaron y corrieron a recuperar su lámpara. Fue
entonces cuando le contó a su mujer toda la historia y el poder que
la lámpara de aceite tenía.
– Y
ahora que ya lo sabes todo, querida, volvamos a nuestro hogar.
Frotó
la lámpara y como siempre, salió el gran genio que siempre concedía
todos los deseos de su señor.
– ¿Qué
deseas esta vez, mi amo?
– ¡Hoy
me alegro más que nunca de verte! ¡Llévanos a casa, viejo amigo! –
dijo Aladino riendo de felicidad.
¡Y
así fue! Halima y Aladino regresaron, y con ellos, todo lo que el
viejo les había robado. A partir de entonces, guardaron la lámpara
maravillosa a buen recaudo y continuaron siendo tan felices como lo
habían sido hasta entonces.