Hans Christian Andersen ( 1805-1875 )
La gran ciudad en que vivía estaba llena de entretenimientos y era visitada a diario por numerosos turistas. Un día se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las telas más maravillosas que pudiera imaginarse. No sólo los colores y los dibujos eran de una insólita belleza, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de convertirse en invisibles para todos aquellos que no fuesen merecedores de su cargo o que fueran irremediablemente estúpidos.
-¡Deben
ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-.
Si
los llevase, podría averiguar qué funcionarios del reino son
indignos del cargo que desempeñan. Podría distinguir a los listos
de los tontos. Sí debo encargar inmediatamente que me hagan un
traje.
Y
entregó mucho dinero a los estafadores para que comenzasen su
trabajo.
Instalaron
dos telares y simularon que trabajaban en ellos; aunque estaba
totalmente vacíos. Con toda urgencia, exigieron las sedas más finas
y el hilo de oro de la mejor calidad. Guardaron en sus alforjas todo
esto y trabajaron en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me
gustaría saber lo que ha avanzado con la tela», pensaba el
Emperador, pero se encontraba un poco confuso en su interior al
pensar que el que fuese tonto o indigno de su cargo no podría ver lo
que estaban tejiendo. No es que tuviera dudas sobre sí mismo; pero,
por si acaso, prefería enviar primero a otro, para ver cómo andaban
las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la
particular virtud de aquella tela, y todos estaban deseosos de ver lo
tonto o inútil que era su vecino.
«Enviaré
a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el
Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para ver si el
trabajo progresa, pues tiene buen juicio, y no hay quien desempeñe
el cargo como él».
El
viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los
dos pícaros, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios
me guarde! -pensó el viejo ministro, abriendo unos ojos como
platos-. ¡Pero si no veo nada!». Pero tuvo buen cuidado en no
decirlo.
Los
dos estafadores le pidieron que se acercase y le preguntaron si no
encontraba preciosos el color y el dibujo. Al decirlo, le señalaban
el telar vacío, y el pobre ministro seguía con los ojos
desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había.
«¡Dios
mio! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y
nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo?
No debo decir a nadie que no he visto la tela».
-¿Qué?
¿No decís nada del tejido? -preguntó uno de los pillos.
-¡Oh,
precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través
de los lentes-. ¡Qué dibujos y qué colores! Desde luego, diré al
Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Cuánto
nos complace -dijeron los tejedores, dándole los nombres de los
colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo ministro tuvo buen
cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder
repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores volvieron a pedir más dinero, más seda y más oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Lo almacenaron todo en sus alforjas, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en el telar vacío.
Poco
después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a
inspeccionar el estado del tejido y a informarse de si el traje
quedaría pronto listo. Al segundo le ocurrió lo que al primero;
miró y remiró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-Precioso
tejido, ¿verdad? -preguntaron los dos tramposos, señalando y
explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo
no soy tonto -pensó el funcionario-, luego, ¿será mi alto cargo el
que no me merezco? ¡Qué cosa más extraña! Pero, es preciso que
nadie se dé cuenta».
Así
es que elogió la tela que no veía, y les expresó su satisfacción
por aquellos hermosos colores y aquel precioso dibujo.
-¡Es
digno de admiración! -informó al Emperador.
Todos
hablaban en la ciudad de la espléndida tela, tanto que, el mismo
Emperador quiso verla antes de que la sacasen del telar.
Seguido
de una multitud de personajes distinguidos, entre los cuales
figuraban los dos viejos y buenos funcionarios que habían ido antes,
se encaminó a la sala donde se encontraban los pícaros, los cuales
continuaban tejiendo afanosamente, aunque sin hebra de hilo.
-¿Verdad
que es admirable? -preguntaron los dos honrados funcionarios-. Fíjese
Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -, y señalaban el
telar vacío, creyendo que los demás veían perfectamente la tela.
«¿Qué
es esto? -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible!
¿Seré tonto? ¿O es que no merezco ser emperador? ¡Resultaría
espantoso que fuese así!».
-¡Oh,
es bellísima! -dijo en voz alta-. Tiene mi real aprobación-. Y con
un gesto de agrado miraba el telar vacío, sin decir ni una palabra
de que no veía nada.
Todos
el séquito miraba y remiraba, pero ninguno veía absolutamente nada;
no obstante, exclamaban, como el Emperador:
-¡Oh,
es bellísima!-, y le aconsejaron que se hiciese un traje con esa
tela nueva y maravillosa, para estrenarlo en la procesión que debía
celebrarse próximamente.
-¡Es
preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todos
estaban entusiasmados con ella.
El
Emperador concedió a cada uno de los dos bribones una Cruz de
Caballero para que las llevaran en el ojal, y los nombró Caballeros
Tejedores.
Durante
toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos
embaucadores estuvieron levantados, con más de dieciséis lámparas
encendidas. La gente pudo ver que trabajaban activamente en la
confección del nuevo traje del Emperador. Simularon quitar la tela
del telar, cortaron el aire con grandes tijeras y cosieron con agujas
sin hebra de hilo; hasta que al fin, gritaron:
-¡Mirad, el traje está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros más distinguidos, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-¡Estos
son los pantalones! ¡La casaca! ¡El manto! ...Y así fueron
nombrando todas las piezas del traje. Las prendas son ligeras como si
fuesen una tela de araña. Se diría que no lleva nada en el cuerpo,
pero esto es precisamente lo bueno de la tela.
-¡En
efecto! -asintieron todos los cortesanos, sin ver nada, porque no
había nada .
-¿Quiere
dignarse Vuestra Majestad a quitarse el traje que lleva -dijeron los
dos bribones-, para que podamos probarle los nuevos vestidos ante el
gran espejo?
El
Emperador se despojó de todas sus prendas, y los pícaros simularon
entregarle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían
haber terminado poco antes. Luego hicieron como si atasen algo a la
cintura del Emperador: era la cola; y el Monarca se movía y
contoneaba ante el espejo.
-¡Dios,
y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaron todos-. ¡Qué
dibujos! ¡Qué colores! ¡Es un traje precioso!
-El
palio para la procesión os espera ya en la calle, Majestad -anunció
el maestro de ceremonias.
-¡Sí,
estoy preparado! -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? -y
de nuevo se miró al espejo, haciendo como si estuviera contemplando
sus vestidos.
Los
chambelanes encargados de llevar la cola bajaron las manos al suelo
como para levantarla, y siguieron con las manos en alto como si
estuvieran sosteniendo algo en el aire; por nada del mundo hubieran
confesado que no veían nada.
Y
de este modo marchó el Emperador en la procesión bajo el espléndido
palio, mientras que todas las gentes, en la calle y en las ventanas,
decían:
-¡Qué
precioso es el nuevo traje del Emperador! ¡Qué magnífica cola!
¡Qué bien le sienta! -nadie permitía que los demás se diesen
cuenta de que no veían nada, porque eso hubiera significado que eran
indignos de su cargo o que eran tontos de remate. Ningún traje del
Emperador había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero
si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios
mio, escuchad la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo
empezó a cuchichear sobre lo que acababa de decir el pequeño.
-¡Pero
si no lleva nada puesto! ¡Es un niño el que dice que no lleva nada
puesto!
-¡No
lleva traje! -gritó, al fin, todo el pueblo.
Aquello
inquietó al Emperador, porque pensaba que el pueblo tenía razón;
pero se dijo:
-Hay
que seguir en la procesión hasta el final.
Y
se irguió aún con mayor arrogancia que antes; y los chambelanes
continuaron portando la inexistente cola.
0 Comentarios